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viernes, 11 de enero de 2013

Ricardo Capote y Guelo Ramírez

Hermosa descripción de un atardecer, a cargo de los cubanos Ricardo Capote y Guelo Ramírez.

La tarde primaveral,
en comprensible actitud,
llora su decrepitud
bajo el dosel vesperal.
Tras el grisáceo cendal
que cubre a la lejanía
avanza, ceñuda y fría,
la noche haciendo jirones
los últimos eslabones
de la cadena del día.

A esta hora en que el bohío
gime su dolor rural
frente al lente horizontal
del fotógrafo del río,
está extendiendo el rocío
sus diamantinas alfombras
y, bajo el dosel que nombras,
el tiempo intacto se ampara
tras el muro que separa
la claridad de las sombras.

Allá donde el monte luce
sus bosques verdes y erectos
una procesión de insectos
extraños ruidos produce
y, junto al grillo que induce
a la fiesta en tramontana,
ante la noche cercana
se ven los charcos plateados,
como dijes extraviados
en medio de la sabana.

Cuando la carpa nocturna
se arma frente al sol que huye
sabiendo que se destruye
de la última etapa diurna,
la palmera taciturna
ve, desde la serventía,
al astro rey que en la vía
de su deserción semeja
la luz de un tren que se aleja
de la terminal del día.

El sol, que para el desvelo
parece no haber nacido,
es un medallón prendido
del colgadizo del cielo.
Y, aunque lo mate el recelo
de ver la noche cercana,
ese sol que a la sabana
le dio el calor de su lumbre
muere con la certidumbre
de resucitar mañana.

Pero, si ese sol acaso
resucitar no pudiera
y sepultado yaciera
en la tumba del ocaso,
vigilaré cada paso
de la noche prolongada
hasta que la madrugada,
tiñéndose de arrebol,
vuelva a dar a luz un sol
entre felpas de alborada.