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martes, 16 de abril de 2013

Entre San Pablo y Carrasco

Comentarios del primer vuelo en avión.



Poniéndole cara de asco
y asujetándome el gorro
jinetié un avión a chorro
desde Brasil a Carrasco;
sin tiempo a besar un frasco,
pa coragiar en el cielo,
lo monté con gran recelo
de que un bicho tan grandote
pudiera tenerse a flote
sin partirse contra el suelo.

Me acomodé en un rincón
al lao de la ventanilla
ciñéndome con la hebilla
de semejante cinchón.
Y, en cuanto rugió el avión,
le pegué el grito al chofer:
---«Si no quiere obedecer
solicíteme socorro,
que si este bruto es a chorro,
yo lo puedo abastecer.»

Cuando al final remontó
que se lo llevaba el diablo
la gran ciudad de San Paulo
parecía Ituzaingó;
sirvieron un clericó,
masas y algunos güiscachos,
y distribuyendo tachos,
bandejas, frascos y latas,
cruzaron dos azafatas
y tres azafatos machos.

La que me sirvió el café,
que era una rubia bonita,
llevaba una pollerita
más corta que no se qué;
y entre dientes murmuré,
vichándola de reojo:
---«Si querés tantiar mi antojo,
tantiá, pero te prevengo
que con el susto que tengo
no puedo alegrar el ojo.»

Me corrió un chucho de frío
y ella dijo con donaire:
-No tema, son pozos de aire
que provocan un vacío.
¡Pensar que en el pueblo mío,
tal vez de puros mimosos,
nos ponemos fastidiosos
con los baches callejeros
y en los pagos brasileros
hasta el aire tiene pozos!

El que va encerrao a bordo
sufre cuando en el oído
se le amontona un zumbido
que cada vez es más gordo;
recordé, al dejarme sordo
las vibraciones aquellas,
que hay que prevenirse de ellas
masticando a dos cachetes
y, no teniendo chicletes,
eché mano al Tres Estrellas.

Cuando cruzó la azafata
le pedí: ---«Vaya delante
y adviértale al manejante
que afloje un poco la pata;
si el motor se le arrebata
recalentao como un foco,
no sea cosa que este loco
volando se desintegre.»
Y ella dijo: ---«En Puerto Alegre
vamos a bajar un poco.»

Saboreando la esperanza
de una resollada gruesa
recibimos la promesa
de aterrizar sin tardanza;
trasmitiendo la ordenanza
de apagar el cigarrillo,
gritaron en el pasillo
las cornetas bochinchudas
y yo guardé, por las dudas,
el bocao en el bolsillo.

Aflojó mi angustia terca
cuando el aludo gigante
tocó tierra muy campante
si perder ninguna tuerca;
y, al ver a la rubia cerca,
me brotó el instinto criollo
de prosiarle a aquel pimpollo
cuarto de hora sin relevo,
pero, al remontar de nuevo,
me volví a quedar sin rollo.

Al rato, observé clarito
las calles montevidianas
y no me faltaron ganas
de suplicar en un grito:
---«No te apurés, chofercito,
ni atropellés como el vasco
que pa acertarle a Carrasco
se requiere sangre fría,
y hay que usar más puntería
que pa escupir en un frasco.»

Mirando desde la altura
que la cancha era muy poca
pensé: ---«Si el chofer le emboca
yo prometo hacerme cura.»
Pero con marcha segura,
firme, serena y baquiana,
la bestia, enterita y sana,
posó en medio de la pista,
y ahora busco una modista
pa que me haga la sotana.

Como no hay chambón que acierte
yo pensé que esos coludos
eran diez veces más crudos
y bellaquiaban más fuerte;
pero ahora que, por suerte,
ya les he perdido el miedo,
no viajaré más a dedo
sino que lo haré en avión;
y, aunque el viaje sea a Raigón,
si no es en avión, me quedo.
Abel Soria